Nada más salir de San Francisco dirección Sur llegas a la naturaleza. A la naturaleza en estado puro. Comienzan las largas playas de arena bañadas por el Océano Pacífico. Grandes arenales, pueblos costeros, olor a salitre y deportes marítimos. Algo que ya no desaparecerá hasta el final del trayecto en San Diego, en la frontera con México. Es un lugar de descanso a escasos kilómetros de la gran urbe. Es encontrar el paraíso colindando con la jungla de asfalto.
Las mejores playas las visité cuando me iba. “Pues que tonto” estarás pensando. Pues quizá sí, pero tiene su explicación. San Francisco era mi punto de partida. Desde ahí tomaría la carretera que pegada a la costa desciende hacia el sur, y no la abandonaría hasta llegar a la frontera con México. Así que me iba a hinchar de playas y éstas me pillaban de camino. Como todas. Así que simplemente seguí mi ruta.
Salir de la ciudad fue largo y tedioso. Kilómetros y kilómetros de casas por una calle en línea recta. Una calle que acaba en el mar. En el océano. Hay que girar obligatoriamente hacia el sur y ahí comenzaron los arenales. Enormes playas de arena fina y clara. Olas, surf, skate y todo el rollito californiano que tanto gusta en el mundo.
Pero sin detenerme demasiado. Son las playas de la gran ciudad. Donde van los Franciscanos. Kilómetros más abajo me esperaban las verdaderas playas de este estado. Los pueblos que primero importaron el surf desde Hawai y le buscaron un hermano de tierra: el skateboard.
Así que un bañito rápido y al coche. Porque la próxima parada sería Santa Cruz. La costa californiana en estado puro.
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